viernes, 9 de febrero de 2018

PUBLIO OVIDIO NASON


BIOGRAFÍA
Ovidio nació el 20 de marzo del 43 a. C., un año después del magnicidio de Julio César. Acogió sus primeros balbuceos su patria, Sulmona, ciudad peligna asentada en los Abruzzos, a noventa millas romanas al este de la capital. Su año natal fue testigo también del asesinato de Cicerón por los sicarios de Marco Antonio y la consecuente exposición de sus manos y su cabeza en la tribuna del Foro, desde donde lanzó sus Filípicas contra Antonio, el nuevo triunviro, junto a Octavio (después, Augusto) y Lépido.
Segundo de los hijos de una familia acomodada de clase ecuestre, se trasladó con su hermano a Roma a los doce años. Allí recibió clases de Gramática y de Retórica con dos prestigiosos preceptores. Su hermano se mostró pronto inclinado a la elocuencia, con la que se armaban los jóvenes de posibles para abrirse camino en el Foro, primero como juristas y, luego, como políticos.
A pesar de las excelentes dotes declamatorias que le reconocen sus biógrafos, Ovidio confiesa que se sentía más atraído, ya desde niño, por los misterios celestes que por los mundanos asuntos que se trataban en el “verboso” Foro. Le era imposible sustraerse a la musa. Todo lo que escribía le salía en verso.
Más de una vez, su padre lo reconvino por empozarse en una vocación estéril, cuando el mismo Homero, faro de todos los hacedores de versos, murió sin dejar fortuna alguna. Intentó descender del monte Helicón, dejando allí a las musas, y consagrarse a cosas “de provecho”. En vano.
Se iniciaron los hermanos en el ‘cursus honorum’, la carrera que habrían de recorrer todos los ciudadanos que quisieran ocupar un cargo en la Administración. Pero continuó escribiendo versos. A eso de los dieciocho, dio a conocer en recitales por los salones de la Urbe la primera versión de sus Amores, donde canta a una enamorada ficticia, Corina, de manera más bien convencional, como si de un ejercicio estilístico se tratara, sin carga emocional apenas. Casi simultáneamente, realizó un viaje de placer y estudio de casi dos años por Grecia, Asia Menor y Sicilia.
Contando él diecinueve años y veinte su hermano, murió aquél. Confiesa el poeta que la Parca le hurtó un mordisco de su alma. Siguió, no obstante, intentando cumplir las expectativas paternas y hacer carrera. Llegó a ser uno de los ‘triumviri capitales’, encargado de supervisar las cárceles y el cumplimiento de las sentencias. Mas se apeó del ‘cursus’ y renunció a postularse como candidato a ocupar un puesto en la Curia como senador y escalar más peldaños en la Administración.
Aborrecía las seducciones de la ambición. Se rindió a la evidencia: en su lucha interior se superpusieron las musas a los designios paternos. Frecuentaba a los más señeros poetas de aquel período áureo de la cultura, con los que creía estar ante un dios: Horacio, Virgilio, Tibulo… Lo unió estrecha amistad con otro de los grandes, Propercio, del que se consideraba sucesor. De la misma manera con la que él admiraba a estos monstruos sagrados de la literatura, de una generación anterior a la suya, él mismo fue admirado por poetas más jóvenes. Sacó a la luz, así, su segunda edición de los Amores, tras haberlos purgado encomendando muchos versos al fuego.
Fue introducido en el círculo literario de M. Valerio Mesala Corvino, protector de Tibulo, que competía con el círculo de Mecenas en el patronazgo de las artes.
Se casó tres veces, dejándole las dos primeras esposas escasa huella, fuera de la hija que le dio la segunda. Murió su padre a los noventa años, al que lloró como aquél lo hubiera llorado a él. Al poco, perdió también a su madre.
Llevaba la existencia desahogada y despreocupada de la clase ecuestre. Con una casa cerca de la colina del Capitolio y una villa en las cercanías, a donde se retiraba a componer sus versos. Alcanzó gran notoriedad componiendo sus Ars Amatoria, un tratado sobre el arte de amar, datado no con anterioridad al 1 a. C. Se trata de un poema en el que mezcla el fin didáctico con un tono burlesco, mediante el que pretende adoctrinar al sector cultivado y amante de los lujos y placeres de la sociedad romana sobre cómo seducir y ser seducido. Para él, el amor es un juego y nos da atisbos magníficos sobre cuáles serían las costumbres de sus coetáneos.
En la estela de este éxito compuso también Medicamina faciei femineae, un tratado para que las mujeres aprendan a hacer sus propios cosméticos, y Remedia Amoris, en el que da consejos a los heridos por las flechas de Cupido para sobreponerse a ellas.
En un tono diferente, lo que vuelve a dar señales de su maestría polifacética, compuso las Heroidas, poemas en forma de cartas de amor de famosas heroínas de la mitología a sus amantes o esposos. Son profundos estudios de amor en los que el poeta muestra un hondo conocimiento de la psicología femenina y empatiza con sus heroínas.
Desde el 2 d. C. se embarcó en la composición de su magna obra, las Metamorphoses, que fue alternando con la escritura de su Fasti, un poema elegíaco que canta los principales fastos y festivales del culto romano.
Son las Metamorfosis la obra que lo ha elevado al parnaso de la inmortalidad. El hilo conductor son los cambios o metamorfosis de algunas formas convertidas en cuerpos nuevos. Casi doce mil hexámetros para poetizar de manera magistral doscientos cincuenta mitos. Historias inmortales como las de Faetón, Eco y Narciso, Píramo y Tisbe, Palas Atenea y Aracne, Orfeo y Eurídice…
Se hallaba inmerso en ultimar su monumental obra cuando, el 8 d. C., lo fulmina un edicto del emperador Augusto, condenándolo al exilio en los confines más incivilizados del Imperio. Cataratas de tinta se han vertido sobre los motivos de dicha condena. El propio Ovidio confiesa que fue a causa de un ‘carmen et error’. En el ‘carmen’ se ha querido ver la publicación del Ars Amatoria, que se alejaba descaradamente de los intentos del príncipe por regenerar la vida moral de Roma reivindicando los valores tradicionales. Pero el Ars fue publicado siete años antes. Demasiado tiempo para ser castigado, precisamente, entonces.
Es en el ‘error’ donde más hipótesis, casi todas sin fundamento cierto, se han lanzado. El mismo Ovidio, que en sus obras escritas desde el exilio, Tristia, Ibis y Epistulae ex Ponto, dedica varias misivas al propio emperador y a sus amigos y esposa, para que intercedan por él y lo libren del exilio, se muestra muy arrepentido de este error, le da la razón a Augusto por haber montado en cólera, pero no da pista alguna sobre cuál fue “su crimen”.
La mayoría de los estudiosos quiere ver que, de alguna manera, Ovidio fue testigo, aunque otros lo tachan de cómplice, del adulterio de Julia, la nieta de Augusto, que causó gran escándalo social y en ese mismo año fue desterrada a la isla de Trimera.
Sea cual sea el motivo, lo cierto es que Ovidio fue obligado a salir de inmediato de su amada Roma, olvidado a su suerte por muchos de los que antes lo idolatraban, dejando a su esposa en la urbe. Hubo de cumplir su exilio en la inhóspita Tomis, a miles de millas de Roma, en la costa oeste del mar Negro. Allí, el otrora refinado urbanita debió soportar extremos fríos, ataques de tribus tracias hostiles y ávidas de sangre, comida y aguas insalubres. Sin médicos, sin nadie que hablara latín y con indígenas que hablaban un griego mediocre. Parece ser, de todas formas, que el vate cargó las tintas, porque excavaciones posteriores han documentado por lo menos un teatro griego, por lo que la vida cultural no podía ser el páramo que el de Sulmona nos pinta en sus Tristia.
Lo cierto y verdadero es que de nada le sirvieron las sentidas cartas de petición de clemencia que envió al emperador, a su esposa y a los pocos amigos que le quedaban, para que le fuera levantado el exilio. Más aun, muerto Augusto, su sucesor, Tiberio, tampoco lo indultó. Ovidio murió desterrado y olvidado en el 17 d. C.
Ya dijimos antes que su obra más inmortal fueron las Metamorfosis, que ya desde la Edad Media fueron tomadas por una especie de Biblia pagana y que las usaron para componer sus obras Alfonso X, el Sabio, y el Arcipreste de Hita. La lista de literatos de todas las nacionalidades que bebieron de la monumental obra de Ovidio es abrumadora: Chaucer, Shakespeare, Milton, Pope, Lord Byron, Dante, Petrarca, Boccaccio, Goethe, Rilke, Corneille, Voltaire, Baudelaire, Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca…
Pero es que emociona saber que grandes artistas, pintores o escultores, tenían este libro como manual de cabecera para componer sus creaciones: Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Veronés, Caravaggio… Sobrecoge evocar a Bernini releyendo una y otra vez, de manera casi compulsiva, los versos ovidianos. Dejar el ejemplar de las Metamorfosis, astroso por el polvo de mármol, agarrar el cincel y la gubia y tallar en la piedra los dedos de Dafne convirtiéndose en raíces de laurel, antes de ser aprisionada por Apolo. Emociona imaginar el tomo de las Metamorfosis manchado por las salpicaduras de pintura de Velázquez, cuando quiso ocultar en el fondo de Las hilanderas el mito de Aracne, y tras éste, en un magistral juego de planos, el rapto de Europa. Algo, inspirarse en el vate de Sulmona, que también hicieron Rubens, Picasso, Dalí, etcétera.
Incluso los compositores de música y óperas urdieron sus pentagramas bebiendo del mismo manantial: Handel, Monteverdi, Gluck, R. Strauss, Britten, o George Bernard Shaw, autor de la comedia musical Pygmalion.
Y así, con nuestro poeta, robándole los versos con los que acaba su inmensa obra, traducidos magistralmente por Ramírez de Verger y Navarro Antolín, podemos concluir:

“Ya he culminado una obra que no podrán destruir
ni la cólera de Júpiter ni el hierro ni el tiempo voraz.
Que ese día que no tiene derecho más que a mi cuerpo
acabe cuando quiera con el devenir incierto de mi vida;
que yo, en mi parte más noble, ascenderé inmortal por encima
de las altas estrellas y mi nombre jamás morirá, y por donde
el poderío de Roma se extiende sobre el orbe sojuzgado la gente.
Recitará mis versos, y gracias a la fama, si algo de verdad hay
en los presagios de los poetas, viviré por los siglos de los siglos”.

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